La gratuidad: nuestro don y misión. En una sociedad con intereses.

LA GRATUIDAD: NUESTRO DON Y MISIÓN
EN UNA SOCIEDAD CON INTERESES

“Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin;
al que tenga sed, yo le daré gratuitamente del manantial del agua de la vida” (Ap 21, 6)


¡Mira a tú alrededor!, fíjate en aquella característica constante y transversal de nuestra sociedad, presente en nuestras relaciones y valoraciones: en el trabajo, los estudios, en la vida eclesial, en la política, y en la economía. Este punto común tiene que ver con que toda relación posee como eje articulador “la finalidad” supervalorada que debería tener cada persona, cosa o experiencia. Sin lugar a dudas, en todos hay una finalidad, pero junto a ello debe siempre estar presente el “valor inherente de cada persona”, de toda criatura. Por lo tanto, cuando la finalidad es el punto de enlace y relación, los otros simplemente se convierten en un medio, por el cual puedo alcanzar mis propios intereses egoístas, llegando a una relación que solo cosifica; así también, la finalidad como lente vital comienza una vida con insaciable búsqueda de utilidad en todo lo que vive y realiza, desaprovechando todo momento presente para sólo alcanzar metas, y siempre quedar disconforme con lo que se vive, dado a ese anhelo y ansia de siempre más para alcanzar el fin tan deseado.
Por lo tanto, cuando los otros son meramente un medio cada persona es valorada por aquello que me puede suministrar. Esta es la típica actitud utilitarista de nuestro tiempo, que se empeña por acercarse y entablar relaciones con solo aquellos que pueden dar algo. Por eso, la finalidad como punto de relación, puede cosificar las personas relegando el verdadero amor, pues solo permaneceremos al lado de la persona supuestamente amada mientras me satisfaga. Con esta finalidad en desmedro de la gratuidad, perdemos de vista a la verdadera persona y su auténtico valor. En este horizonte cultural de la supervaloración de la finalidad, todo termina teniendo un precio, y algunos simplemente son marginados sin valor alguno y se justifica su realidad tratándoseles de flojos. Entonces, como todos y todo tiene un precio, lógicamente es legal privatizar, y esto termina siendo el estocada final a la gratuidad y al auténtico valor de todos y todo. Con razón, es justificable privatizar la tierra, el agua, la educación y la salud.
Desde el 2006 en Chile, con la revolución de los pingüinos, comenzó a emerger una palabra que paulatinamente ha logrado ser prácticamente la bandera de lucha de los movimientos sociales de nuestro país, esta es la “gratuidad”. Esta intuición realmente es para nosotros, los cristianos católicos, un auténtico signo de los tiempos, ya que se nos es posible reconocer el dinamismo del Espíritu Santo en medio de estos movimientos. Obviamente, que muchas posiciones e ideas necesitan aún ser purificadas, pero lo que constituye la idea más pura y transversal, podríamos decir, nos remite velozmente al Evangelio. Escuchamos las voces de las gentes, reclamando una educación que evite lucrar, el cuidado del agua, la preocupación por la contaminación, la tala indiscriminada de árboles, etc.
Frecuentemente todas estas intuiciones por el bien común, a través de la gratuidad en el acceso a la educación y la salud, y en el trato para con la hermana creación, son empañadas por acciones violentas de algunos, sin embargo, los creyentes hoy somos desafiados a escuchar cada una de las demandas, pero sobre todo, el trasfondo intuitivo del pueblo, en el cual pareciera que Dios clama. Pienso y creo, que necesitamos recuperar la gratuidad en nuestro país como principio religioso, moral, ético, político y económico. Esto no se trata de ser de izquierda o de derecha, sino de subsanar las relaciones enfermas que continuamos construyendo en nuestra sociedad: la relación entre los hombres (trabajador y empleador, estudiante y estado), en la política (entre gobernantes y ciudadanos), la relación entre creyentes (pastores y pueblo), la relación en la economía (entre el ingreso per capita y las auténticas necesidades de la gente).
Hace casi ocho siglos, en el medioevo, vivió un hombre que tuvo como política, ética, economía y religión la “gratuidad”. Esta actitud tan arraigada en sí mismo, fue fruto de su experiencia con Dios Padre, que precisamente se relaciona con el hombre, su creatura, desde la gratuidad. Por eso, Francisco de Asís, inicia su cambio radical cuando toma conciencia de la gratuidad de Dios, ese Dios “que no pertenece al orden de lo necesario y de lo útil (Hubaut, p. 2, 1975). Paulatinamente va comprendiendo que ese mismo Dios es quien le da la “gracia” de comenzar a hacer penitencia, quien lo lleva entre los leprosos, quien le da una fe tan grande en las iglesias y en Cristo crucificado, quien le da una fe tan grande en los sacerdotes, quien le da hermanos y quien le revela cómo debía vivir. Para Francisco, nuestro hermano, todo es don, todo es gratuidad de Dios, un Dios que se da de balde. Este Dios ha actuado siempre de la misma manera, primero con el pueblo de Israel, a quien elige, llama y acompaña, y luego con la manifestación plena del Padre en Jesucristo. Este es el Dios de la alianza que trastornó de amor a Francisco de Asís.
El pobrecillo de Asís “comprendió que la gratuidad de Dios es esa gracia... Gratuidad viene del latín gratuitus, gratis, gratia, y del griego Kharis, que traduce a su vez dos términos hebreos: Hen, inclinarse favorablemente sobre alguien, y Hesed, amor gracioso y fiel de la Alianza” (Hubaut, p.2, 1975) Por lo mismo, el santo, comprenderá existencialmente que debemos amar con todo el ser a Dios, de quien nos viene todo, toda gracia. Este será el punto de partida y llegada permanente: la gratuidad de un Dios que en amor nos ha creado y llamado a la vida.
Cuando se recibe algo gratuitamente, normalmente pretendemos adueñarnos lo más pronto posible de aquello, es la tentación constante de la apropiación de las cosas y personas. Francisco fue consciente de esto, y por eso, con una actitud realista invita a sus hermanos a estar atentos para “no gloriarse ni gozarse en sí mismos, ni exaltarse interiormente de las palabras y obras buenas… Y tengamos la firme convicción de que a nosotros no nos pertenecen sino los vicios y pecados” (1 R 17,4-7) Porque de lo contrario, perdemos nuestra referencia al Otro, a Dios, y nos volvemos nosotros mismos el centro absoluto para dominar, ser propietarios y dueños de todos y todo. Aquí no puede haber espacio para la valoración gratuita de los hermanos. Sin embargo, Francisco, recibió la gracia de la gratuidad, es decir, vivir en relación a Otro, recibiendo y dependiendo radicalmente de Dios, para vivir en libertad y sin tener que defender algo, pues todo le pertenece a Dios.
Este mismo ejemplo de gratuidad lo ve Francisco en Jesús, pues él tuvo una evidente predilección por los pobres, los pecadores, los excluidos, los marginados religiosa y socialmente. Esta gratuidad de Jesús manifiesta la insondable gratuidad de Dios, la cual será el motor de las búsquedas del hermano de Asís, pues “gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10, 8) Es hora de que esta gratuidad de Dios nos mueva e interpele, para comenzar a construir relaciones auténticamente gratuitas, porque no puede ser que muchas veces queramos estar en estado de salida como Iglesia por el simple hecho de ser cada vez menos, no puede ser que el drama de la pobreza se reduzca simplemente a un numero censado de personas, no puede ser que toda apropiación y explotación de la naturaleza se entienda como parte del encargo divino del hombre de dominar todo, y no puede ser que nuestras fraternidades solo tengan valor por aquello que puedan realizar.
Este es precisamente nuestro don y misión como franciscanos, como Jufristas, inyectar gratuidad en la sociedad mercado. Por lo mismo, es tan trascendental hacer experiencia de la gratuidad de Dios, para ser testigos de que a pesar de todo, pero de verdad de todo, Dios nos ama y sigue confiando en cada uno de nosotros. Por eso, miremos nuestras relaciones y sus criterios, para poner más gratuidad en una sociedad que parece enfermarse  y volverse insoportable cada vez más. Sin la gratuidad no autodestruimos. “La Ternura de Dios, la música, la pintura, las flores, la poesía, el don de sí, la amistad, la benevolencia…, no sirven para nada en un plano estrictamente utilitario; pero sin ellos la tierra se convertiría en un monstruoso planeta de robots” (Hubaut, p.5, 1975)

Vivir en gratuidad todas nuestras relaciones: con Dios, consigo mismo, con los hermanos y con la creación; no es otra cosa que restituir a quien nos ha dado todo gratuitamente. Digamos con Francisco de Asís: “Y restituyamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede” (1 R 17,17).

 Luis Andrés Cisternas Aguirre, ofm.


Comentarios